El conflicto recrudece en Oriente Medio, en una espiral beligerante que lleva décadas. Nada de esto habría pasado si hubiesen triunfado los Rabin y los Arafat.
El 7 de octubre del año pasado, unos 2.000 terroristas palestinos, pertenecientes a la organización Hamas, irrumpieron en Israel, invadieron ciudades y kibutz, destruyeron e incendiaron, asesinaron a 1.200 personas, incineraron y mutilaron cadáveres y se llevaron 239 rehenes israelíes a Gaza.
Era previsible que el gobierno de Israel ocupara el territorio gazatí para descabezar y desarticular a Hamas.
Se esperaba una operación quirúrgica. La inteligencia israelí está especializada en la Franja. Tiene infiltrados y colaboracionistas.. Observa con drones. Utiliza inteligencia artificial.
Sin embargo, el ministro de Defensa de Israel, Yoav Galant, anticipó que el objetivo no se limitaría a Hamas sino que comprendería al conjunto de la población gazatí: “He ordenado un asedio completo de la Franja de Gaza. No habrá electricidad, ni comida, ni combustible. Nada entrará y nada saldrá”.
El primer ministro, Benjamín Netanyahu, pareció corroborar las palabras de Galat.. Invocó “nuestra Santa Biblia” para comparar (o así se interpretó) a los palestinos con los amalecitas: un pueblo enemigo de los judíos al que Dios mandó a extinguir. La Biblia llama Amalec al pueblo amalecita, convirtiendo en nombre genérico el de Amalek, cuyos descendientes poblaron toda la península arábiga.
Netanyahu citó el principio de un versículo del Deuteronomio (25:17): “Recuerden [los judíos]lo que los amalecitas les hicieron en el camino desde Egipto”.
Él no podía compartir enteramente lo que, respecto de los amalecitas, la Biblia le hace decir a Dios (Samuel 15:2-3): “Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando venían de Egipto [huyendo de la esclavitud y rumbo a la ”tierra prometida”] Ve, pues [Saúl], y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos”.
Sería excesivo decir que eso es lo que quiere hacer Netanyahu en Palestina. Sin embargo, al citar a los amalecitas —en el contexto de la guerra actual— lo que hace es permitir una incitante sospecha: que la guerra no sea sólo para terminar con Hamas, sino también para desarticular al pueblo palestino. Sobre todo, si se tienen en cuenta los inquietantes dichos de su ministro de Defensa, que después se tradujeron en hechos.
Eso es lo que ha entendido la mayoría de la comunidad internacional, al ver la destrucción masiva de viviendas, la devastación de hospitales, las restricciones a la ayuda humanitaria y los más de 30.000 muertos.
Netanyahu dice que los 20.000 miembros de Hamas están entremezclados entre los civiles, por lo cual es imposible atacarlos sin que haya víctimas colaterales.
Él cree que destruir a Hamas garantizará la seguridad de Israel, pero el método ejercido por su ejército potenciará el odio a los judíos, incluso entre los 2.755.300 palestinos que viven en Israel. Si hoy la comparación con Amalec resulta equívoca, es probable que los actuales ataques conviertan a los palestinos en amalecitas.
Hay países, como España, que postulan como “solución” una partición en esa parte del Oriente Medio, creando un Estado Independiente de Palestina, vecino a Israel.
No sería posible que la guerra terminara en esa partición. Y aun más tarde requeriría que, tanto en Israel como en Palestina, el poder estuviera en manos de fuerzas democráticas y pacifistas.
La propuesta de tener “dos estados” se formuló hace 77 años. Y no se trataba de una simple propuesta. Naciones Unidas estableció en 1947 (Resolución 181) que Palestina debía partirse en un Estado judío y un Estado árabe, quedando Jerusalén bajo una autoridad internacional.
Desde entonces, hubo israelíes y palestinos que pretendían avanzar en esa dirección. Yasser Arafat (por Palestina) desistió de la lucha armada y del propósito de destruir Israel. Yitzhak Rabin (por Israel) reconoció a la “Organización para la Liberación Palestina” (OLP) como representante del pueblo palestino. Pero la ejecución de tales acuerdos fue boicoteada por los “ultra” (fanáticos nacionalistas de derecha) a uno y otro lado.
Rabin y Arafat, ganaron en 1994 -junto co Shimon Peres, otro abanderado de la coexistencia palestina-israelí- el Premio Nobel de la Paz.
Los “ultra” asesinaron a Rabin el año siguiente, y diez años más tarde envenenaron a Arafat.
Netanyahu se eximió de los atentados cuando se radicalizó, pasando del pacifismo a la beligerancia. En 1998, en Estados Unidos, había dicho a los palestinos ante Bill Clinton: “Nosotros, los que hemos luchado contra ustedes, los palestinos, les decimos hoy, en voz alta y clara: ¡Basta de sangre y lágrimas! ¡Basta!”.
No imaginaba que un cuarto de siglo después su ejército estaría derramando lágrimas y sangre en Gaza.
Israel está quedando, en términos diplomáticos, gravemente aislada. Aun Estados Unidos —su aliado histórico, que apoyó la represalia contra Hamas por los crímenes del 7 de octubre— pide, como Europa, un alto el fuego. Y el presidente Biden reclamó que se permita la entrada de alimentos y medicinas.
Ya no se puede decir que quienes critican las acciones de Israel en Gaza son “antisemitas” o defensores de los terroristas. Muchos de quienes creen que la seguridad de Israel depende de la desaparición de Hamas, sienten que la población gazatí sufre una desmedida crisis humanitaria. Y no faltan los israelíes a quienes aflige que Israel evoque, hasta cierto punto, los martirios que los judíos padecieron durante siglos.
Nada de esto habría pasado si hubiesen triunfado los Rabin y los Arafat.
Rodolfo Terragno es diplomático, político y periodista.
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